¡Tengo tarea!


¡No,no, no,no,no,no,no!

¡Tengo que hacer tarea!

Esto tiene que ser un sueño... mejor dicho, ¡una PESADILLA!

Ni cuando estudiaba fui buena para eso de trabajar fuera del aula. En segundo de primaria la maestra mandó llamar a mi madre para decirle que, por alguna rebeldía no descifrada, yo había decidido dejar de entregar el trabajo que dejaba diario a todos los niños del salón, y que era la única que no lo llevaba. Mi madre, apenadísima, no supo qué contestar y la maestra le dijo que no se preocupara, que eso no estaba afectando mi rendimiento académico y que mientras fuera así, estaba dispuesta a hacer una excepción conmigo.

No sé si eso fue bueno o malo, pero a lo largo del bachillerato experimenté muchos sobresaltos al enterarme el mismo día del deadline que tenía que haber hecho un ensayo, trabajo de investigación, experimento, etc. del cual nunca me acordé. Cómo logré aprobar tantas materias sin hacer tareas, aún no lo sé.

El caso es que terminada la carrera supuse que ya nunca tendría que preocuparme por hacer labores escolares en casa. Irónicamente el esquema de trabajar de manera independiente siempre me ha funcionado muy bien, pero ahora resulta que además de preocuparme por seguir mi profesión como freelance, ¡tengo que hacer trabajos para el maternal de mi niño!

Ni modo, y según me dicen mis amigas que tienen hijos o sobrinos más grandes, esto va para largo. Así que más me vale disciplinarme como nunca lo hice antes, apurarme (aún más) a terminar mi trabajo, y ponerme a hacer un storyboard y bosquejos de los dibujos (como si en serio supiera dibujar) que acompañarán a la trama del cuentito que me dejaron de tarea. En esa sí ya estuve trabajando anoche y trata de por qué hay que lavarse los dientes.

Spoiler alert (o dicho en español, les cuento el final de la historia): Si no se lavan los dientes, éstos ya no van a querer vivir en su boca.

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