De Miranda a Charlotte en 9 meses





Hace casi diez años, una versión más joven e inexperta de mí cambiaba de canal un sábado por la noche en un zapping desesperado por encontrar algo que ver en la t.v. Fue entonces cuando me topé con un capítulo de la ahora icónica Sex and the City. En ese momento, la serie todavía no era conocida en nuestro país. Yo no sabía ni qué estaba viendo, pero algo de lo que brillaba en la pantalla me atrapó (seguramente el tono femenino, "irreverente" y divertido), e hizo que en la primera oportunidad adquiriera la primera temporada en DVD.

Como el 99.9% de la población femenina (no conozco a ninguna mujer que no le guste, pero seguramente existe), me volví fan incondicional. A los pocos días de mi hallazgo, el ortodoncista determinó que era necesario sacarme las cuatro muelas del juicio, y tomé la circunstancia como pretexto para correr a comprar la 2a temporada y encerrarme todo un fin de semana a ver el box set completito. Y así, varios meses y muchos cientos de dólares gastados después, la revisé una y otra vez hasta, literalmente, el hartazgo. Repasé tantas veces las líneas, diálogos y gestos de sus protagonistas, que ahora no puedo apreciar el melodrama sin ser hiper crítica. Sus conflictos ahora me parecen los de un grupo de adolescentes y sus interpretaciones, sobreactuadas.

Sin embargo, en ese entonces todas estábamos fascinadas con el show. Cuando Sex and the City se hizo popular entre las chicas de mi generación, mis amigas más cercanas aseguraban que yo era toda una Miranda: una fémina casada con su trabajo, práctica, con humor ácido y sin sentido del romance. Acepto que, de las cuatro, fue con la que más me identifiqué una vez que superé mi etapa Carrie (todas tenemos una época Carrie, no es casual que ella sea la protagonista). Mis íntimas señalaban que la pelirroja y yo compartíamos inclusive el mismo corte de pelo, que ambas vivíamos solas con un gato y cuando me embaracé aseguraron que tendría un niño (y atinaron, ya tengo mi pequeño Brady).

Lo que ninguna vio venir es que, 9 meses después de dejar de trabajar en una oficina, me convertiría en toda una Charlotte. Así es: hoy descubrí que, después del mismo periodo de gestación de un ser humano, he renacido en una mujer que disfruta muchísimo ser una stay at home mom, y que su prioridad es su familia. No voy a negar que pasé por una tremenda fase de desperate housewife al más puro estilo Lynette Scavo, tratando a toda costa de regresar a los grandes corporativos y sintiendo que en casa no estaba haciendo nada bien.

Eso sí, que quede bien claro que nunca seré tan cursi como Charlotte. A las "Mirandas" de nacimiento siempre se nos puede encontrar un poco de nuestra naturaleza sarcástica a flor de piel, pero eso nunca nos impedirá disfutar de una tarde horneando galletas.

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La buena vecindad


La palabra vecindad suele asociarse a un lugar en donde las familias de clase baja habitaban los cuartos de una gran casa venida a menos. La convivencia de grupos de personas con costumbres tan variadas era tan estrecha, que vivir ahí resultaba por demás conflictivo. No en balde Roberto Gómez Bolaños tomó un escenario tal para recrear su exitosa comedia, "El chavo del ocho".

Cuando digo "vecindad" me refiero a la relación que se establece con los vecinos. Ésta puede ser muy complicada, trátese de una casona compartida, de un multifamiliar, de un edificio de departamentos, de casas dentro de exclusivos condominios, o de países. Estar pared con pared, codo con codo, o lo que es lo mismo, frontera con frontera, puede llegar a ser una pesadilla si el nexo no se trata con el suficiente cuidado.

Desde que salí de la casa paterna, en donde había un idilio comodísimo y respetuosísimo con los vecinos, en mi vida independiente había logrado librar los problemas con los residentes cercanos. Habiendo elegido siempre construcciones antiguas, las fiestas, gritos de cualquier índole o llantos de bebés nunca causaron conflictos ni de adentro hacia afuera, ni en sentido contrario. En la oficina en donde trabajaba, por la naturaleza de trabajo creativo que ahí se realiza, no había paredes ni cubículos... todo era un gran piso en el cual uno se enteraba inclusive de los problemas maritales o médicos de los compañeros. Tampoco ahí sufrí la proximidad de otros seres humanos.

Mis dolores de cabeza comenzaron cuando me mudé a la colonia Roma, en donde abundan los letreros de NO ESTACIONARSE, SE PONCHAN LLANTAS GRATIS y el originalísimo NO ESTACIONARSE NI UN MOMENTO, NI UN RATITO, NI UN SEGUNDO, ¡NO SEA NECIO!

Una vez, estando embarazada y con las hormonas desquiciadas, llegué a tener un serio problema con una chica. Por gracia del destino esa mujer desapareció de mi panorama, y el lugar frente a la puerta de mi garage quedó libre para que cualquiera se pusiera ahí mientras yo no esté fungiendo como "la loca de la ventana". Lo maravilloso fue que, a fuerza de estar preguntando de quién eran los vehículos obstructores, llegué a un acuerdo con la vecina de la casa contigua: ella puede hacer uso de ese espacio, siempre y cuando haya quien lo quite cuando yo tenga que entrar o salir.

Ya me sentía lo suficientemente afortunada con haber llegado a ese acuerdo y de haber encontrado a una persona respetuosa y consciente, cuando la semana pasada, la dueña del corsa negro con una estampa de Stereo Joya, me dio una grata sorpresa. Para corresponder a mi "permiso", me regaló unos deliciosos xoconostles para preparar agua. No sólo me pareció un gran detalle de su parte, sencillo y sincero, sino que me dio la oportunidad de probar algo que no conocía y que me pareció exquisito. Todavía no tengo la oportunidad de agradecerle lo suculento del obsequio. Vaya, ni siquiera sé el nombre de esta amable mujer, pero este post es para ella y para todo el que pratique la buena vecindad en cualquier ámbito. Creo que (y parafraseando el pensamiento de Benito Juárez como bien amerita este tema), todo es cuestión de no faltarnos al respeto y de ponerse un segundo en los zapatos del otro.

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¿No tendrá los 3 pesitos?



El siguiente acto nunca ocurrió tal cual. Sin embargo, representa situaciones que se repiten cientos de veces al día en cualquier ciudad.

1 Interior. Supermercado - DÍA

Tras recorrer la fila única del establecimiento en tan pocos minutos que ni siquiera tuvo oportunidad de hojear una de las malas revistas que se encuentran entre los artículos de impulso, es el turno de nuestra protagonista para pagar. El dependiente pasa rápidamente por el escáner los productos a cobrar, y dice en voz alta el resultado cuenta:

CAJERO
- "Son 153 pesos."

Nuestra heroína saca un billete de 200 pesos de su cartera y lo extiende al empleado del supermercado, al tiempo que busca el boleto del estacionamiento para asegurarse que, esta vez, no se olvidará de sellarlo.

CAJERO
- "¿No tendrá los tres pesitos? Así le doy 50."

La consternación se nota el gesto de la mujer.

VOZ MUJER: OFF

-Sí los traigo, pero si se los doy, no me va a dar cambio para el "cerillo", para el "viene-viene" y para el estacionamiento...

MUJER
- "No, no traigo cambio".

El tendero lanza una mirada de sospecha que deja ver que no creyó la mentira de la señora que tiene enfrente, y con disgusto empieza a contar monedas...

CAJERO
- "Ash... ahí tiene, 47 de vuelto..."

¿Por qué nunca nadie tiene cambio? Mientras una se mueve en un ámbito "ejecutivo" (por llamarlo de alguna manera) pareciera que nunca hace falta. En los restaurantes, estacionamientos y hasta gasolineras se puede pagar con tarjeta. La propina se incluye ahí. Una sale y regresa a su casa sin necesidad de "morralla". No obstante, cuando se trata de andar en tienditas, comprando en puestos de mercados sobre ruedas, e inclusive en las grandes cadenas de supermercados, la necesidad de "suelto", se impone.

Recuerdo no entender por qué mi abuela y mi madre tenían monederos. Me parecía un accesorio por demás inútil y además, horrendo. No llegué a mis clásicos extremismos de jurarme a mí misma nunca usarlo, pero definitivamente no me veía cargando uno.

Bueno, pues les presento mi monedero. Está hecho de arillos de lata de refresco reciclados. Me lo regaló una ex-colaboradora que lo trajo de su país (Argentina). Es cool, hermoso y de lo más práctico. Ahora entiendo a mis ancestras... es tan necesario para alguien como yo, que a su uso se le podría aplicar un slogan de tarjeta de crédito: "No salga sin él". Otra vez: Gracias, Muriel.

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No una Cenicienta cualquiera



La vida en sí es el más maravilloso cuento de hadas.

Hans Christian Andersen

Érase una vez una inexperta plebeya en una entrevista de trabajo. La que luego sería su jefa le preguntó cuáles consideraba eran sus defectos. Lo que a continuación sucedió, hizo reír mucho a la entrevistadora, y seguramente le hizo pensar que sería divertido trabajar con la chica.

La joven dijo: "Siempre estoy refunfuñando, pero eso no quiere decir que esté enojada, ni que me la esté pasando mal. Simplemente así soy yo, es mi forma de sacar la frustración en pequeñas dósis para no explotar después".

Esa doncella era evidentemente yo. A pesar de que inclusive en este blog siempre encuentro nuevos pretextos para desahogarme, no quisiera parecer una persona que no disfruta los pequeños momentos.

Dicen que la felicidad no es un estado que se alcanza y en el que se permanece. Es bien sabido que el "y vivieron felices para siempre" no existe. La dicha la conforman los múltiples destellos que iluminan la gris cotidianeidad, y hay que estar pendientes de no pasarlos por alto en espera de algo más deslumbrante. En el afán de hacer un ejercicio por señalar las cosas buenas de la vida, aquí les dejo mi top ten de highlights de una jornada cualquiera...


1. Sale el sol en el Palacio. A pesar de que el grito de mi niño desde su cuna significa que "se terminó la tranquilidad" por (al menos) 12 horas más, verlo paradito sosteniéndose del barandal y pidiendo desesperadamente mis brazos es, sin duda, el mejor instante de mi día.


2. Oscuro elíxir. Antes de apurar nada, un express cortado o un cappuccino preparado en estufa, bebido a sorbos (mientras checo twitter y la primera plana de un par de periódicos en línea), se impone para empezar bien el día.


3. No será con leche de burra, pero es un lujo de 15 minutos completitos. Durante todo el día soy multitasking: haga lo que haga, estoy con un ojo al gato (o al niño) y otro al garabato (mi labor en turno). Por eso el tiempo que paso en la regadera es maravilloso: es sólo para mí.


4. A recorrer la comarca. Salir por fin de la casa (tras haber resuelto una larga lista de pequeños quehaceres, y después de quitar a quien haya estado estacionado frente a la puerta de mi garage), representa todo un logro que siempre saboreo recorriendo una ciudad semi-tranquila tras la hora del peor tráfico.

5. A falta de palomas mensajeras - SEND. Sin duda alguna, darle click a este botón para enviar un mensaje que contiene una entrega, es uno de los instantes más satisfactorios de cualquier jornada.

6. Hora del festín. NUNCA en mi vida había gozado tanto la hora de la comida. Y es que, además de que ahora me deleito con comida casera, jamás había sentido que lo merecía más que ahora: significa que ya superé medio día y que ya de aquí en adelante, el ritmo va de bajada.

7. ¡Ting! El sonido de mi celular anunciando que estoy recibiendo una llamada, sms, un e-mail, o cualquier otra forma de contacto (vía Twitter o Facebook) con mis amiga(o)s, siempre me pone de muy buen humor.

8. Hogar, dulce hogar. Volver al hogar es el punto más alto del día de cualquiera. Para mí no significa ni remotamente que hayan terminado los esfuerzos del día, pero sí que ya los superé en un 70%.

9. El rey regresa al castillo. Todo el día podré parecer una Cenicienta cualquiera pero, cuando mi marido llega de trabajar, me reencuentro con el príncipe azul que me convirtió en toda una reina. Además, este rey no es un macho como los de los cuentos: cuando está en casa, se encarga del heredero tanto como yo.

10. A la rru rru nene... Que el pequeño tirano se duerma, me alegra tanto como cuando despierta en la mañana. Éste es el verdadero momento en el que pongo la bandera en la cima de mi día. Al contrario de lo que le pasaba a la sufrida princesa, para mí las horas de glamour son las más cercanas a la media noche. Colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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Trezidavomartiofobia


Así se le llama el miedo al martes 13. Es tan extendido el resquemor ante dicha coincidencia calendárica, que ya fue bautizado. De estos temidos días, sólo se dan de 1 a 3 en un año. Si ya hubo otros en el 2009, ni me percaté. Debo decir que nunca he asociado el número 13 con la mala suerte, y que inclusive soy su defensora. Nací en un día 13, del año 76, cuyos dígitos suman la misma cifra. Sin embargo, que se presentara el presagio de mala suerte precisamente el mes de octubre me pareció por demás tenebroso.
Mucha gente dirá que fue predisposición, pero desde antes de despertar, las cosas ya estaban mal. La luz se había ido en la madrugada. Estar sin energía eléctrica en un departamento de estufa y calentador de agua eléctrico, con el refrigerador lleno de perecederos comprados apenas la noche anterior, y con un niño de casi dos años que requiere leche, sopa y baño calentitos, es una verdadera catástrofe. Por si esto se sintiera exagerado, sólo quiero aclarar que cuando nos quedamos sin electricidad en el departamento, no regresa en varios días.
No quisiera quejarme por varios párrafos, así que resumiré. Mis planes de un día plácido sin salir de la colonia fueron cambiados por un coraje al encontrar una camioneta tapando la salida de mi garage, varias vueltas a la ciudad para poder cumplir con una cita que ya había sido postpuesta demasiadas veces y el por demás lamentable extravío de un billete de 200 pesos (en esta época de crisis, caray).
Son eventos que probablemente me han sucedido muchas veces, puede ser que inclusive haya sufrido todos juntos en un mismo día, en un jueves 16 ó viernes 29 quizás. Seguramente estoy acusando al martes 13 de forma inmerecida. A mi favor sólo puedo decir que, o hasta los más escépticos de vez en cuando caemos presos de las supersticiones populares, o algo hay de cierto en estas creencias. Como sea, ya es miércoles 14 y los daños no pasaron a mayores. Todo fuera como eso.

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El tiempo artificial



A mediados de septiembre me espanté cuando, al descender de las escaleras eléctricas de una tienda departamental, de pronto me vi rodeada de árboles artificiales y adornos navideños. Taché de absurdo el fenómeno y seguí mi camino.
Aún cuando he pasado apuro para conseguir series de luces a mediados de diciembre, todavía no caigo en el juego de correr a adquirirlas tres meses antes de la celebración. Lo que sí tengo que admitir es que hace unos días (para ponernos en contexto, a PRINCIPIOS de octubre), compré un pan de muerto. Me estuve resistiendo un par de semanas pues, desde un mes antes, el delicioso bizcocho me había estado coqueteando desde los estantes de la panadería. A diferencia de la rosca de reyes comercial, el pan de muerto me encanta, así que terminé rindiéndome a la tentación.
Por radical que parezca, me sentí culpable, y no por el hecho de ingerir algo altamente calórico. Traicioné uno de mis ideales: el de no dejar que la mercadotecnia me diga cuándo celebrar una fiesta, o mejor dicho, el de no apurar la vida para caer en una concepción artificial del tiempo. Habiendo trabajado en revistas, ya muchos años viví dos meses adelante del resto de la gente; por lo mismo, entiendo perfectamente las razones estratégicas de las marcas: un press kit de San Valentín que llega a la redacción apenas regresando de las vacaciones de diciembre, ya no sirve para nada.
Sin embargo, no me gusta pensar en la vida como un plan de ventas. Ya bastante angustiante es sentir que no me alcanza el tiempo,ver que los días y las semanas vuelan, y darme cuenta que mi hijo, el cual apenas hace unos meses era un bebé, ya es un niño. Me rehuso a asumir que ya se acabó el año cuando todavía le falta poco menos de una cuarta parte. Quiero ser capaz de disfrutar cada momento y de tener conciencia de en qué época del año estamos. Y para que vean que va en serio, prometo no volver a probar un pan de muerto hasta principios de noviembre.

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Comprando con los ojos


Los norteamericanos tienen un término, window shopping, que se refiere a ir a los centros comerciales para comprar únicamente "con los ojos". Se hace para pasar el rato, planear una futura compra, o simplemente para fantasear. Nosotros los mexicanos no tenemos una expresión exacta para la misma actividad, pero la frase que sí nos tenemos bien aprendida es: "Gracias, sólo estoy viendo".

Últimamente la he aplicado MUCHAS veces. Si bien antes tenía la costumbre de consentirme un poquito con una prenda de vez en cuando, ahora ese privilegio se reserva a las ocasiones especiales como cumpleaños, día de las madres y Navidad. Y creo que mi contingencia (que debe ser la de miles de personas más) la deben estar sintiendo severamente en los establecimientos comerciales, pues hoy mientras hacía un poco de window shopping, noté más solícitas que nunca a las empleadas de las tiendas.

Ante tal perspectiva ha pasado por mi cabeza la idea de llevar varias prendas a arreglar (cosa que, por cierto, nunca he hecho) y estaba considerándolo seriamente cuando me encontré con una nota que aseguraba que la crisis nos estará afectando a la mayoría, pero que hay gremios que se ven especialmente favorecidos por la misma. Uno de ellos es el de los sastres. Lo anterior no me sorprendió en lo más mínimo, más bien me consoló un poco. No soy la única que está pensando en darle una segunda oportunidad a esas prendas al fondo del clóset.

Esto es una prueba más de que estas épocas, en lugar de sufrirlas, hay que aprovecharlas para explotar la creatividad. Algo seguro es que ninguna otra mujer lucirá el mismo atuendo que nosotras. ¿Así o más exclusivo el asunto?


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Música de fondo


Trabajé tanto tiempo en la misma oficina que llegué a temer que, en mi lecho de muerte, alucinaría con la grabación que tenía que escuchar al revisar mis mensajes telefónicos. (Léase con tono gangoso): "Buzón de voz Meridian... Contraseña... Usted tiene # mensajes de voz nuevos. Mensaje 1, NUEVO, del número de teléfono 5-5-5...". Era tal mi angustia ante la posibilidad de que eso se metiera en lo más oscuro de mi subconsciente, que intenté muchísimas veces encontrar un atajo para acceder directamente a los recados sin pasar por la letanía anterior. Nunca lo logré, parece que era imposible.

Ahora eso ha quedado atrás, pero mi nueva preocupación es que nunca pueda sacar de mi cabeza los sonsonetes de las canciones infantiles del canal de programas favorito de mi niño. Y es que él no puede concebir estar en la casa con la tele apagada (la esté viendo o no).

No lo puedo culpar, los contenidos que existen ahora para los críos de su edad son tan fascinantes y bien realizados que hasta uno como adulto puede quedarse viéndolos un buen rato sin cambiar de canal. Sin embargo a veces me gustaría tener un poco de silencio.

Mi revancha llega cuando voy en el coche. A falta de un transmisor de f.m. decente para poder reproducir la música que tengo en mi iPod, y siendo muy descuidada como para cargar con mis cd's, me he convertido en una exploradora experta de las opciones radiofónicas. Cuando no encuentro nada de mi agrado musical, confieso quedarme absorta en los programas dirigidos a mi nicho mercadológico (mujer de 25 a 40, profesionista, con hijo(s) y que pasa tiempo en su casa). Antes no los escuchaba porque no estaba en el auto a la hora que los transmiten y porque no sabía de su existencia. Además su contenido tenía poco que ver con mi vida anterior. Ahora he de reconocer que ya hasta los busco, y que atormento a mi marido y demás conocidos con las entusiastas reseñas que hago de los mismos.

Creo que al final no soy tan distinta a mi hijo. ¿Cómo resistirse a algo que está especialmente dirigido a uno? Ni hablar, soy un target fácil, fascinada ante los medios que parecen nuevos a mis oídos, los cuales parecen ser presas fáciles del ruido externo. Mejor voy a poner un poco de música de fondo...

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Agotada


Es lunes y estoy exhasuta. ¿Quién dijo que los fines de semana son para descansar? Cuando por fin llega el viernes en la noche, quiero hacer todo lo que no es posible en la semana: convivir con mi marido, no preocuparme por la hora de dormir, ir al cine, salir a cenar o tomar algo... sábado y domingo son para desayunar, comer y/o cenar con amigos y la familia... no queda tiempo para recuperar todas las horas de sueño que me perdí durante la semana.
"A descansar a la tumba", dice el refrán. ¿Pero con qué energía cuido a mi niño de casi dos años, al que le ha dado una mamitis terrible y cuyos pasatiempos favoritos son: treparse a los libreros, mesas y repisas de las ventanas, y perseguir al gato para taclearlo y (una vez sometido), morderlo? ¿Con qué claridad mental puedo contar para redactar y traducir todo lo que tengo que entregar? ¿De dónde saco fuerzas para lavar todos los trastes que tendré que enjabonar, enjuagar y secar durante la semana?¿Con qué cabeza pienso en lo que debo preparar para comer?
Podría seguir con la lista de cuestionamientos, pero debo ir a arrastrarme por los pasillos de supermercado... eso sí, con muy buenos recuerdos del fin de semana que acaba de pasar. Creo que al final eso es lo que nos queda de consuelo los lunes. Sí, definitivamente prefiero estar cansada y feliz de haberme divertido, que descansada y aburrida. Quizás debería considerar tomar vitaminas ... ¡sólo que no sean de esas que provocan hambre!

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Culpa calórica


Sigo sin poder bajar el último kilo (que para estas alturas ya deben ser tres). La última vez que fui a la nutrióloga, la secretaria no estaba y debía llamar al día siguiente para hacer cita... ya pasó más de un mes y todavía no lo hago. Mi "justificación" (que también puede ser llamado pretexto) es que no puedo vivir eternamente con la figura de la nutrióloga como un gendarme que me impongo de manera voluntaria. Estoy convencida de que tengo que lograrlo yo sola, que ya sé "qué sí" y "qué no" debo comer, y que hasta que no llegue a mi peso ideal y deba entrar en mantenimiento, no tiene caso que regrese.

Me está resultando un tormento esto de contar calorías. Además, mi carácter radical y de extremos no me deja ser flexible. Siento que si como algo fuera del régimen, ya se desperdiciaron todos mis esfuerzos, cuando en realidad no es así. Me lo dijo la nutrióloga, me dio la lista de equivalentes, pero qué complicado estar revisando las hojitas cada que quiero comer algo fuera del programa.

Estaba sufriendo con todo lo anterior cuando me acordé de una aplicación del iPhone que una amiga me recomendó hace unos meses. Se llama Lose it! y básicamente es un programa que ayuda a administrar el "presupuesto" diario de calorías. Trae una lista de alimentos de la que una marca qué y cuánto ha comido y se va sumando. Así es mucho más fácil contabilizar realmente lo que estamos consumiendo. Sin embargo, más que resultarme útil, me parece un método culpígeno. Apuntar las 15 calorías del 1/8 de plátano que me comí para no tirarlo porque lo dejó mi bebé, me parece demasiado. Yo sé que es sólo mi percepción, que esto es una herramienta utilísima, pero creo que no es para mí. Sé la solución: ¡Tengo que hacer ejercicio! ¿Tendré tiempo algún día?

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