Los que Dios te mande



Hace poco más de una semana mi papá me regaló un librito. No era de poesía, ni de cuento, tampoco una novela. Si hubiera querido complacerme pudo obsequiarme alguno de los textos emblemáticos del Budismo o una bella edición de arquitectura, pero se trataba nada más y nada menos que de una selección de intitulada: Nombres para el bebé. El acto, que en otro momento me hubiera parecido inconcebible, no me sorprendió. A pesar de que mi padre fue el más reacio de los tres abuelos de mi niño en convertirse en la imagen de un adulto mayor al que un mocoso hace como quiere, la verdad es que no puede disimular que a él también se le cae la baba con su nieto. Y mi adorado y por demás directo progenitor sólo hizo evidente lo que todo el mundo está esperando, porque supuestamente es lo sigue: un hermanito para Quim. (Y no me hubiera sorprendido que el compilado se compusiese exclusivamente de nombres para niña, que es la segunda ansiosa expectativa de todos los miembros de ambas familias).
No puedo culpar a ninguna de las cientos de personas (incluidos familiares, amigos, amigos de los familiares, amigos de los amigos, vecinos, maestras, conocidos y desconocidos) que nos han hecho la indiscreta pregunta "¿Y el otro, para cuándo?". Mi hijo ya está bastante cerca de los 3 años, y la mayoría de los niños a su edad ya tienen un hermanito. Todo el mundo dice que lo mejor es tener uno tras otro, respetando apenas el periodo de lactancia del primero, pero yo no sé cómo lo logran. Nosotros (en este caso excepcional me atrevo a hablar por mi marido también), por múltiples razones, hasta ahora consideramos que ya es tiempo de pensar en el siguiente bebé. Y en cuanto la gente adivina nuestras intenciones, aparecen otra vez las miles de preguntas: ¿y por qué otro? ¿para cuándo? ¿sería el último o quieren otro más? ¿otra vez se esperarían tanto? ¿y si tienen otro niño, no se animan a buscar a la niña? ______ (llena el espacio con la pregunta que quiera, seguramente ha sido formulada o será hecha en el futuro).
Para mí la situación que se propicia cuando uno habla de tener hijos es tan absurda como la infinidad de investigaciones que se realizan al respecto, algunas de las cuales estuve leyendo en línea. Existen aquellas que quieren encontrar una relación proporcional de la cantidad de hijos que una pesona o pareja tiene con los niveles de felicidad a la que puede aspirar la misma; las que infieren que, después de que tienes uno, más te vale tener todos los que se te antojen porque entre más, mejor (y también porque, de todos modos, habiendo tenido uno ya te cambió la vida); los que aseguran que tener hijos no te hará más feliz, sino todo lo contrario; los que hablan de lo poco eco friendly que es tener uno o más niños; los que advierten los terribles riesgos del síndrome del hijo único; los que niegan la existencia del mismo; etc., etc., etc. ad nauseam. La verdad es que todo esto me parecen patrañas, y si hay algo cierto que se puede concluir de todo lo anterior es que pensar en tanto factor sólo refleja nuestro egocentrismo: creemos que podemos controlar todas las situaciones, inclusive la de la procreación, cuando no hay algo más azaroso y divino (en toda la extensión de la palabra) que la concepción de un bebé. Sí, claro, hay quienes lo logran y tienen los que quieren, cuando los quieren y hasta del sexo que los querían. Sin embargo también existen millones de historias de los que no querían hijos y tienen uno o varios; de los que querían al menos uno y no pudieron; de los que querían, no podían, adoptaron y luego lograron embarazarse; de los que querían cinco y sólo pudieron tener uno; de los que sólo querían dos y tuvieron cinco; de los que querían tres y después del segundo decidieron "cerrar definitivamente la fábrica"; de los que no sabían ni lo que querían y tuvieron uno por casualidad en edades que ya no se suponen propicias para la reproducción; de los que después de que obtuvieron la parejita con la que soñaban, se intervinieron quirúrgicamente y de todos modos recibieron la visita de la cigüeña tiempo después; y así, agreguen la combinación de factores que más les guste o la historia más peculiar que conozcan. La realidad es que uno puede planear todo lo que quiera, pero al final no hay nada más cierto que se tienen los que Dios (o el destino, o como quieran llamarle) nos manda. Y querer hacer responsables a nuestros hijos (nacidos o potenciales) de nuestra plenitud o desgracia, de cargos de conciencia varios, de preocupaciones económicas o sociales o de la destrucción del planeta, es por demás absurdo y poco zen (siendo el Zen por antonomasia la tradición budista de la intuición y la espontaneidad). Uno tiene hijos cuando le toca y porque quiere y/o puede y ya, ¿no les parece lo único que se puede deducir después de todo lo anterior? Así que al final el regalo de mi padre (que tuvo seis hijos y a sus 77 años tiene un solo nieto) puede llegar a ser útil pronto, en varios años más, en una o varias ocasiones, o podría quedarse eternamente guardado en un cajón, pero eso no lo podemos saber ni planear. De todos modos se lo agradezco mucho porque si llego a tener otro varón, vaya que lo voy a necesitar.

Read Comments

1 comentario:

Anonymous dijo...

Esperaba que escribieras algo al respecto, me encuentro en una situacion similar a la tuya y queria saber de que forma lo tomarias.
Gracias.